jueves, 28 de abril de 2016

"Profunda Resonancia" A mi abuelo paterno

Hace algunos años realicé un taller de narrativa. Revisando entre mis archivos me encontré con este ejercicio que particularmente me encantó por la conexión que tuve con un breve instante de mi infancia... El ejercicio consistía en que se hiciera cita sobre cuentos o libros que marcaron una "profunda resonancia" en los participantes. Este fue mi aporte:


Son varios los cuentos que me leyeron de pequeña o que he leído de adulta, que se ajustarían bien para ser nombrados en este ejercicio y estaba a punto de contar lo que me produjo uno de Horacio Quiroga pero no se si es por la lluvia, que preferí cambiar mi elección y comentar lo que sigue.

Para la realización de este ejercicio, me permití hacer cita no de un cuento, sino de una novela de Marcel Proust: En busca del tiempo perdido, Por el camino de Swann. Este texto significó mucho para mí puesto que a través de lo descriptivo de su narrativa, me permitió el viajar a través del tiempo y experimentar lo que quizás Cortázar describe como esa alquimia secreta.

En la narración, el personaje describe un escenario donde luego de llegar de la calle y haber pasado un día terrible, atareado y húmedo por la intensa lluvia, su madre insiste en que se tome una tasa de té caliente y un bollo de pan dulce. El personaje inicialmente se niega a tomarlo pero ante la insistencia de ésta, accede sin mayor entusiasmo.

Como él mismo describe, se lleva a sus labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de pan dulce, y luego “un placer delicioso lo invadió”, pero no era por lo que estaba probando sino que este sabor, luego de un rato de reflexión, lo llevó a sus días de infancia cuando iba a visitar a una tía muy querida.

Lógicamente el relato es mucho más amplio y más rico en detalle, pero me permití tomarlo de ejemplo porque cuando lo leí por primera vez, su perfecta descripción me llevó a recordar a mi abuelo paterno, ya fallecido.

Mi abuelo como típico andino venezolano era un hombre introvertido, de pocas palabras, de carácter fuerte,  seco y casi áspero en sus manifestaciones de afecto, de hecho no le gustaba que se le acercaran mucho.  De niña, cuando lo visitábamos algún domingo, al llegar a su casa y lo saludaba (por insistencia de mis padres) él me daba golpesitos en la cabeza junto con su bendición, pero nada de abrazos ni besos.  Siempre estaba sentado en una esquina, en la mesa de la cocina, vestido de guayabera blanca o azul clara perfectamente planchada y peinado impecable, pantalón oscuro y sandalias con medias, escuchando un radio viejo, fabuloso (digno de coleccionistas), esperando su merienda favorita que le preparaba mi abuela: pan tostado, queso duro blanco rallado y café negro (guayoyo) recién colado.

Mis padres luego de saludar se quedaban en la sala conversando con mi abuela mientras yo me quedaba en la cocina, de pié, quieta, sin hablar, un poco retirada de él observando su ritual. Mis ojos, a la altura de la mesa no perdían detalle de la escena: con sus manos y uñas muy limpias, de dedos cortos, regordetes y fuertes, tomaba pequeños pedazos de pan tostado, lo mojaba en el café y de ahí al montículo de queso finamente rallado que se adhería perfectamente a éste y se perdía luego en su boca. Si él me miraba de vez en cuando, yo desviaba rápidamente la vista haciéndome la distraída, pero no me movía.

Un día, extrañamente, me hizo una seña para que me acercara. Con un guiño y un pequeño gesto de “silencio” de complicidad (ya que mis padres no me daban café a esa edad) me ofreció un pedazo de su rara mezcla. La tomé y ya en mi boca me percaté de la extraña combinación que resultaba el tibio y tostado pan, lo suavemente amargo y también dulce del café, mezclado con lo salado y arenoso del queso rallado. Recuerdo que al masticar, unas gotas de café salieron de mi boca y cayeron en mi vestido (que luego delató a mi abuelo), pero fue toda una experiencia de texturas, sabores y olores que jamás olvidé…

Proust en su relato dice: “Cuando nada subsiste ya en un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, sólo, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.”

De adulta intenté merendar de esta manera en uno que otro día lluvioso, aunque ya el pan no lo hacen igual que antes, y el guayoyo colado en bolsa no sabe igual al de cafetera eléctrica, y ni el queso sabe igual porque aquel era ahumado y traído de los Andes; con todo y a pesar de hacer el intento con los componentes para que el sabor, la textura y hasta el olor llegasen a ser similares, lo que más me satisface en esta detonación de sensaciones, es el recuerdo de aquel particular gesto amistoso de mi abuelo.

PeggyChC
21/04/2010




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