Son varios
los cuentos que me leyeron de pequeña o que he leído de adulta, que se
ajustarían bien para ser nombrados en este ejercicio y estaba a punto de contar
lo que me produjo uno de Horacio Quiroga pero no se si es por la lluvia, que
preferí cambiar mi elección y comentar lo que sigue.
Para la
realización de este ejercicio, me permití hacer cita no de un cuento, sino de
una novela de Marcel Proust: En busca del
tiempo perdido, Por el camino de Swann. Este texto significó mucho para mí puesto que a través de
lo descriptivo de su narrativa, me permitió el viajar a través del tiempo y
experimentar lo que quizás Cortázar describe como esa alquimia secreta.
En la
narración, el personaje describe un escenario donde luego de llegar de la calle
y haber pasado un día terrible, atareado y húmedo por la intensa lluvia, su
madre insiste en que se tome una tasa de té caliente y un bollo de pan dulce.
El personaje inicialmente se niega a tomarlo pero ante la insistencia de ésta,
accede sin mayor entusiasmo.
Como él
mismo describe, se lleva a sus labios una cucharada de té en el que había
echado un trozo de pan dulce, y luego “un placer delicioso lo invadió”, pero no
era por lo que estaba probando sino que este sabor, luego de un rato de
reflexión, lo llevó a sus días de infancia cuando iba a visitar a una tía muy
querida.
Lógicamente
el relato es mucho más amplio y más rico en detalle, pero me permití tomarlo de
ejemplo porque cuando lo leí por primera vez, su perfecta descripción me llevó
a recordar a mi abuelo paterno, ya fallecido.
Mi abuelo como
típico andino venezolano era un hombre introvertido, de pocas palabras, de carácter
fuerte, seco y casi áspero en sus
manifestaciones de afecto, de hecho no le gustaba que se le acercaran mucho. De niña, cuando lo visitábamos algún
domingo, al llegar a su casa y lo saludaba (por insistencia de mis padres) él
me daba golpesitos en la cabeza junto con su bendición, pero nada de abrazos ni
besos. Siempre estaba sentado en
una esquina, en la mesa de la cocina, vestido de guayabera blanca o azul clara
perfectamente planchada y peinado impecable, pantalón oscuro y sandalias con
medias, escuchando un radio viejo, fabuloso (digno de coleccionistas), esperando
su merienda favorita que le preparaba mi abuela: pan tostado, queso duro blanco
rallado y café negro (guayoyo) recién colado.
Mis padres
luego de saludar se quedaban en la sala conversando con mi abuela mientras yo
me quedaba en la cocina, de pié, quieta, sin hablar, un poco retirada de él observando
su ritual. Mis ojos, a la altura de la mesa no perdían detalle de la escena: con
sus manos y uñas muy limpias, de dedos cortos, regordetes y fuertes, tomaba
pequeños pedazos de pan tostado, lo mojaba en el café y de ahí al montículo de
queso finamente rallado que se adhería perfectamente a éste y se perdía luego en
su boca. Si él me miraba de vez en cuando, yo desviaba rápidamente la vista
haciéndome la distraída, pero no me movía.
Un día,
extrañamente, me hizo una seña para que me acercara. Con un guiño y un pequeño
gesto de “silencio” de complicidad (ya que mis padres no me daban café a esa
edad) me ofreció un pedazo de su rara mezcla. La tomé y ya en mi boca me
percaté de la extraña combinación que resultaba el tibio y tostado pan, lo
suavemente amargo y también dulce del café, mezclado con lo salado y arenoso del
queso rallado. Recuerdo que al masticar, unas gotas de café salieron de mi boca
y cayeron en mi vestido (que luego delató a mi abuelo), pero fue toda una
experiencia de texturas, sabores y olores que jamás olvidé…
Proust en
su relato dice: “Cuando nada subsiste ya
en un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las
cosas, sólo, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes que
nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y
esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable
gotita el edificio enorme del recuerdo.”
De adulta intenté
merendar de esta manera en uno que otro día lluvioso, aunque ya el pan no lo
hacen igual que antes, y el guayoyo colado en bolsa no sabe igual al de
cafetera eléctrica, y ni el queso sabe igual porque aquel era ahumado y traído
de los Andes; con todo y a pesar de hacer el intento con los componentes para
que el sabor, la textura y hasta el olor llegasen a ser similares, lo que más
me satisface en esta detonación de sensaciones, es el recuerdo de aquel particular
gesto amistoso de mi abuelo.
PeggyChC
21/04/2010